jueves, 25 de marzo de 2010

Cuando el ocaso - Javier Rosenberg


El tiempo parecía haberse detenido, pero había pruebas irrefutables de que el universo se movía a una velocidad incalculable. Las sombras cobraban fuerza; se alargaban, las nubes iban y venían apresuradas, el viento condenaba a muerte a todas las hojas de un otoño, el sol caía rendido tras el horizonte, se desataba una tormenta, miles de rayos golpeaban furiosos, el agua torrentosa inundaba la ciudad y la noche se hacia dueña del misterio. Pero el sol volvía a salir triunfante y de la nada una gota de rocío caía silenciosa.

La bala tardó lo que tarda una bala en dejar el revolver y recorrer los metros que la separaban de su blanco. Y en ese instante —¿Quién puede precisar el exacto transcurrir del tiempo en un momento como este?— él la vio. La vio como tantas veces, servir con alegría la comida. También la vio doblar la ropa con sus frágiles manos o enojada jugando a las cartas. La vio llenándose de ternura al sostener en brazos a su primer nieto y después correr tras él enseñándole a montar en bicicleta. Había algo en su simplicidad que él encontraba sublime. Como cuando le contó eufórica que se casaba su hija, o el día que con un guiño le hizo saber que estaba todo bien, que eran solo cosas de mujeres.

Después de beber el cuarto whisky de la tarde, se sentó frente a la ventana a esperarla. Como hace décadas ella vendría justo a las seis a traerle una tasa de té. Entonces prendió un cigarro —el último— pensó. El cielo era de un azul perfecto. Como los ojos de ella, se dijo tristemente; pero ni bien llegue el ocaso/ todo se bañaría de un naranja color fuego. El revolver pesaba más que nunca y le pareció terriblemente frío. Pero sería rápido y efectivo; no habría dolor. Él sólo quería aliviar la pena, no seguir prolongando la angustia. Los motivos ya no importaban. La decisión estaba tomada. ¿Acaso se podría reparar lo irreparable por más empeño que pusiera?

La enfermedad se había desparramado por todo el cuerpo. Los médicos dijeron que ya no había nada que hacer. Ella lo tomó con cristiana resignación y no descuidó su tarea diaria. Sólo una vez le dijo entre sábanas que no quería sufrir. Él le respondió que no se preocupara, que todo saldría bien, pero por primera vez no tuvo una respuesta sincera. También a él le había invadido el miedo.
No pudo esperar que dejara el té sobre la mesa. Lo último que ella dijo fue que sería un hermoso atardecer. Él: Que la amaba.

La tasa cayó al suelo haciéndose añicos al igual que sus vidas. La bala tardó lo que tarda una bala en dejar el revolver, recorrer la distancia necesaria y penetrar en la piel. Y en ese instante. Entre que el gatillo acciona los siniestros mecanismos de toda esa furia y el sin retorno, entre el sordo estallido y el silencio ensordecedor, él vio los ojos de la mujer que tanto amaba llenarse de lágrimas y comprendió que lo irreparable era absoluto.

Los minutos que siguieron, qué acaso importa contarlos, no son menos trágicos: La sangre, como lo hace el sol a estas horas, tiñéndolo todo de un rojo intenso.

Primero la camisa de fina tela blanca, después, la alfombra y el parquet. El tiempo parecía detenido pero había pruebas de que esto no era un sueño. La ceniza del cigarro había dejado su huella inexorable y el aroma del tabaco se mezclaba con el de la pólvora y la sangre. Un arrepentimiento atroz cayó sobre él porque no tuvo el valor de volver a apretar el gatillo.

Frankfurt am Main, 2009

domingo, 14 de marzo de 2010

De la noche en que por más que intenté, no pude quedarme callado - Carlos Rojas Olivos

Era de noche. La noche suele ser la amante de los desdichados, me dijo horas antes cuando nos encontramos en el centro para ir a una fiesta y caminábamos bajo mi paraguas porque llovía. Yo no le respondí. No le dije nada y así estuve toda la noche con ella hasta que al salir de la fiesta me la encontré de nuevo en la entrada, esta vez no habíamos quedado para irnos juntos pero ella estaba allí debajo de la puerta esperando y yo no supe si a mí o a que la lluvia se detuviese. Tuve que abrir otra vez mi paraguas porque decidí que la debía acompañar a casa. Caminamos hasta la estación y ella hablaba como si continuásemos en la fiesta, yo no decía absolutamente nada, ni siquiera cuando vino el bus. Seguía lloviendo muy fuerte cuando veía la calle por la ventana y trataba de disimular que la situación, a su lado, era de las mejores. A ella también la veía por el reflejo del vidrio y no podía adivinar qué pensaba. En la fiesta había tenido muchas oportunidades de decirle todo lo que sentía, o de robarle un beso mientras bailábamos, pero no, no lo hice porque me había hecho una promesa. Ahora estábamos sentados en un bus, habíamos bebido demasiado y ella repetía a cada instante que habíamos cogido el bus equivocado. Yo le pedía que se callase y le decía que en un momento más llegaríamos a su casa. No sabía dónde estaba aquella casa pero conocía el lugar porque ella me lo había descrito con muchos detalles antes de subirnos al bus que yo, con muchas copas encima y un paraguas a medio cerrar, adiviné que nos llevaría. Creo que después de dar tantas vueltas con el bus a ella se le había pasado toda la borrachera y todo lo que se le había pasado a ella se me había subido a mí, así que trataba de no hablar porque sabía que la iba a joder. Tenía otra vez miedo de decirle todas esas cosas que tenía guardadas y que no las podía soltar así como si nada. Después que el el bus dio la vuelta número mil para cruzar el puente que separa la ciudad de los suburbios ella se sintió más tranquila porque estuvo segura, al fin, de que íbamos para su casa. Me cogió la mano y me dijo, o más bien me susurró, gracias. Yo seguí sin hablar más por miedo que por ganas, y solo moví la cabeza en señal de un: de nada. Tenía muchas cosas que decirle pero me contenía. No podía volver a hacerlo, no podía discutir con ella otra vez, no le podía decir lo mucho que aún la quería porque ya habíamos quedado como amigos. Y los amigos esas cosas no se dicen, y menos cuando llueve. Así es, amigos, así quedamos en otra noche en que no la acompañé a casa porque me pareció muy lejos y no precisamente la casa, sino ella. Y así como esa vez, esta vez tampoco iba a insistir, sería en vano. Ese era el último bus de esta noche con más desdichados que nunca, con dos borrachos sentados dando vueltas por las calles vacías de la ciudad y con un chofer de bus mirándonos por el espejo retrovisor. Yo ni siquiera sabía cómo iba a volver a mi casa, aunque tampoco me importaba, la dejaría en la suya y esperaría el primer metro o cogería un taxi, así de borracho, de mudo y de miedoso.

Cuando bajamos del bus ella me preguntó qué iba a hacer. Yo le respondí te estoy acompañando a tu casa, ¿no? Sí, pero tú cómo te vas a ir. No te preocupes que yo ya veré. No quiero que te quedes por aquí solo, es peligroso. Pero qué dices, no me va a pasar nada. Espera, vamos a ver a qué hora viene el primer bus para que te regreses. Faltan todavía dos horas. Pues esperamos. Cómo que esperamos, ¿estás loca?, vamos para tu casa, por favor. No, ¿ves?, te dije que no me acompañaras. Yo cojo un taxi y ya está, no te hagas problemas. Pues me voy contigo. Adónde vas a ir si te acabo de acompañar, qué dices, ¿estás mal de la cabeza? Vimos cómo un taxi se detuvo delante de nosotros y de él bajó una pareja, el taxista se quedó mirándonos y nos preguntó si subíamos. Yo la miré. Vestía una falda rosa que estaba mojada. Ella me miró. Yo llevaba mis clásicos jeans y una camisa. No hablamos por unos minutos. Vi su camiseta con algo que decía peace and love debajo del escote. Después de un rato de estar mirándonos, cuando ella me dijo lo pesado que era y que odiaba mis camisas, me di cuenta de que el taxista ya no estaba, de que ya no llovía y de que yo también estaba un poco mojado. Me di cuenta, además, de que ella había perdido casi todo el rimel y los colores que adornaban sus ojos; y que el color del colorete que llevaba en los labios ya no era de ese rojo intenso que deseé comerme en toda la fiesta.

Bueno pues, si te quieres quedar hazlo pero no pienso decirte nada, estamos a dos calles de tu casa y si no te da la gana de ir qué voy a hacer, yo he venido hasta aquí tratando de ser amable, solo para acompañarte, para que no te pase nada... y también porque tú no tienes ni idea de cómo llegar a tu casa a estas horas cada vez que estás borracha... y porque vives en un barrio que solo a ti se te ocurre vivir y que nunca se sabe qué puede pasar, claro, tú siempre con tus tonterías de que no te gusta vivir en el centro porque allí está la gente de dinero y odias a esa gente, pero en cambio cómo te encanta ir a sus fiestas, ¿no?, eso sí, la que llega primero, la que se va última, la más arreglada, la del escote más grande... pero vamos a ver, qué culpa tengo yo de que sea educado, de querer acompañarte a tu casa a estas horas y con la lluvia que cae, qué culpa tengo yo de que se te haya caído el rimel, qué culpa tengo yo de vivir en el centro, de comprarme camisas que odias porque son de marca, dime tú la culpa que tengo yo de que tu colorete sea barato con todo lo que ganas, es que tú, con casi treinta y tres años, todavía te crees una jipi, la alternativa, la diferente, ¿sabes una cosa?, mi padre era jipi, o mis tíos, que ahora tienen más de cincuenta años, pero tú, hazme el favor, qué crees, que porque dijiste que desde ahora somos solo amigos ya se terminó todo, pues muy bien, se terminó, como quieras, por mí normal, pero después no te hagas la tonta y me estés toda la fiesta provocando y sacándome a bailar porque yo tampoco soy un cojudo, y no me importa que no entiendas esta palabra porque yo sí, y además que hoy me he prometido no hablarte y no lo voy a hacer, ¿ok? No lo voy a hacer, no me da la gana de hacerlo.

Estábamos sentados en la estación de bus más triste del planeta más afligido del universo más desconsolado. No pasaba nada, ni siquiera carros o gentes. No llovía después de dos semanas en donde no había dejado de caer una sola gota. Era increíble pero no nos mirábamos. No nos movíamos y no sé cómo hacíamos pero tampoco se sentían los respiros, y los latidos, si es que los había, no retumbaban dentro de los pechos. Al final, después de muchos minutos, cuando del cielo salían algunos rayos de luz y el día vencía irremediablemente a la noche, llevándose a los desdichados, ella se levantó. Pude ver una lágrima que se llevaba lo poco del rimel que le había quedado porque ella se puso delante de mí. No habló pero me miró con una fijación absoluta. Sentí cómo me odiaba. Sentí la rabia en sus ojos. Luego de pensarlo mucho y con toda la razón del mundo me metió una fuerte bofetada. Cuando reaccioné me enseñó el reloj y me dijo: en quince minutos viene tu bus, y se fue.