lunes, 28 de junio de 2010

Zina

Zina despertó ayer. La he tratado con cariño. Le masajeé las órbitas de los ojos porque los tenía rojos de tanto llorar. Esta viva, aunque de ser por ella, sería todo lo contrario. Me parece que debo decir algo en su defensa: es bella. La gente de la calle siempre voltea a verla. La desean cuando posa sus piernas sobre el asfalto y cimbrea su figura para deleite de los peatones de turno. Si supieran lo que sé, se cuidarían de mirarla tanto. Como dije, Zina despertó ayer y hoy mira para adentro. Me preocupa cuánto más permanecerá en ese estado. No se cuánto podré cuidar de ella; ya casi no tengo fuerzas, mi tiempo se acaba. Por eso es que quiero contar esta historia. Para que los que me sucedan estén prevenidos.

Todo comenzó hace mucho, cuando aún éramos muy jóvenes; o por lo menos yo lo era. Fue en unas de esas fiestas de pueblo donde nadie faltaba, y, como le ha sucedido ya a tantos, ni bien mis ojos se detuvieron más de lo aconsejable en su perfecta, ¡qué digo perfecta!, en su angelicalmentediabólica figura, quedé condenado a amarla por la eternidad como un coleccionista tras la pieza faltante.

Conquistarla me llevó mucho tiempo. Parecía predispuesto a perder la batalla por la diferencia de edad, pero gracias a mi paciencia no fue así. Hice sólo dos cosas: encontrar el punto débil a los contrincantes y comprender lo que ella necesitaba, lo que no le daban los demás. La admiración y el deseo los obtenía siempre sin pedirlos. También la envidia. Hasta conocerla nunca había pensado de que la belleza podría ser un beneficio destructor y cruel. Sabíamos desde el principio que esto podría pasar. Quizá debería haber esperado un poco más para decírselo.

La tarde anterior al colapso salimos a caminar después de comer. La calle estaba desolada. El aire era denso y caliente.

¡Ay! —gritó mi Zina y se quedó con la mirada clavada en el suelo —Es el tercer pájaro muerto que encuentro en los últimos días. ¡Qué desgracia! ¿Será ésto lo que llaman pájaro de mal agüero?

No seas supersticiosa, Zina. ¿No te das cuenta que los pájaros se caen de los árboles por el calor terrible que nos azota? —intenté consolarla y la acurruqué contra mi pecho —Yo también moriré a tus pies si no me hidratas con la frescura de tus labios.

¡Don Vito! —me dijo consternada —¡Cómo puede pensar en el placer carnal entre tanta muerte!

Y una sonrisa ambigua se le escapó de sus labios frescos. Me agarró de la mano y empezó a correr conmigo calle abajo donde se encontraba un bar. Sabía que le apetecía emborracharse, como lo había hecho en aquellas fiestas de pueblo. Pero después de su largo viaje al otro lado del mar, Zina había cambiado. Su mirada era distinta, más decidida y vulnerable.

¡Brindemos por los pájaros vivos!

El bar también estaba desolado. Sólo había un camarero, un señor alto, moreno, de mediana edad, con un aire indiferente hasta que sus ojos se posaron en Zina.

Señorita, yo a usted la he visto antes —dijo aquel señor, masajeándose el mentón con el pulgar y el índice. —Es más, me atrevería a afirmar que usted es la hermana mayor de Panchita, la niña más desordenada del 8 C. Y permítame decirle que es una opinión generalizada, pues no sólo causa problemas en mis clases de química.

Zina se ruborizó. Y yo también, aunque de rabia. Porque al instante recordé esos momentos engorrosos en la escuela, cuando heredaba el estatus de mis hermanos y me condenaban a las penas más crueles del infierno ante la ínfima manifestación de libertad.

Lo que el hombre dijo molestó mucho a Zina. Yo no había dicho nada, pero a mí también me odió por no haberla defendido. Ella no le respondió, no le dirigió la palabra. Después de ese episodio, ya no volvió a ser la misma. Ni siquiera me miraba y cuando le hablaba no respondía. Cuando nos fuimos del bar comenzó a caminar mirando a todos los hombres que pasaban por su lado. Los miraba como seduciéndolos. Yo quería cogerla del brazo y llevarla a casa, pero no se dejó. Estuvo así toda la tarde coqueteando con todos los demás. Algunos incluso se acercaron a ella y casi me agarro a golpes con varios. Al final se subió corriendo a un taxi y me dejó solo en medio de la calle. No pude seguirla, no la vi más, hasta esta madrugada cuando regresó.

Lucía notablemente mal. Mi primera reacción fue llamar al médico. Pero ella, con la poca fuerza que le quedaba, me impidió hacerlo. Le juré que no lo haría. Debo agregar que nuestros juramentos van más allá de la vida o la muerte. Pase lo que pase acordamos, desde el principio de nuestra unión, respetar lo jurado. Y así fue. El teléfono no se usó esa noche. Hasta que Zina despertó. Miraba para adentro. Me miraba como tomaba posesión de sus manos y masajeaba sus ojos. Como levantaba, poco a poco, su maltrecho cuerpo y después de curar los rasguños y heridas bebía abundante agua. Luego Zina miraba, con determinación, su rostro —nuestro rostro— en el espejo.

A veces me pregunto si, todos estos años, habré sido una especie de ángel de la guarda o sólo una anomalía en la perturbada mente de Zina. Sobre todo ahora que ha tomado la determinación de quitarnos la vida y no creo que esta vez pueda hacer algo para evitarlo. Salvo terminar de escribir estas palabras.

Dámaso y los demás, Hessen, Juni 2010.

Orden de Escritura

1)Hugo Casallo

2)Javier Rosenberg

3)Sofía Einöder

4)Rodrigo Gardella

5)Lenka Wolf

6)Benjamín Otero

7)Carlos Rojas Olivos

8)Hugo Casallo

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