miércoles, 26 de mayo de 2010

El viejo de las rosas - Hugo Casallo

Es un estado extraño, todo te inspira. Ves volar una mosca y de ese vuelo extraes una historia. O ver los surcos en el suelo y de la palabra surcos nacen flores y de allí un cuento sobre un viejo moribundo que cultiva tercamente flores, flores rojas, rosas rojas para ser más exacto.

Así como un relato puede ser prometedor, también puede acabar de inmediato en la nada. ¿Qué nos hace abandonarlo? Simple: el corte del estado en el que se escribía por una interrupción y la historia del viejo de las rosas vuelve a su origen.

Pero este no es el caso. Digamos que queremos seguir con la historia y a pesar que ya no sentimos ese primer maravilloso estado al que muchos llaman inspiración seguimos escribiendo.

Pongamos que el viejo se llame Eduardo. ¡No! mejor aún Edgar y para darle más vida cogemos el nombre de un conocido y lo distorsionamos. En este caso le ponemos Edgar Sulka. Hasta casi suena como si existiera. Pero a estas alturas el lector se sentirá aburrido y tentado a dejar de leer el texto.

El viejo de las rosas entra en nuestro auxilio. Les grita a los asaltantes que nos dejen en paz, que ya hay muchos problemas en el mundo. En definitiva, nos defiende y paga el precio. Uno de ellos se aproxima a él y saca un cuchillo. Cegado por el consumo de estupefacientes arremete contra el anciano. Su esposa defiende al amor de su vida. Se cruza el acero con la carne, cae un cuerpo dilatado por los años. Los gritos de los demás pasajeros parecen efectuar lo que ellos mismos no pudieron hacer: espantar a los asaltantes, que ahora huyen dejando el cuchillo dentro de la esposa de Edgar. La pobre anciana lucha por su vida como lo hizo por la de su marido, sin embargo el peso de los años y la sonrisa de la muerte son mejores luchadores.

Edgar presta testimonio. Dos identiquits. Testigos. Hay muchos sospechosos. Todos parecen culpables.

Al entierro asisten hijos, sobrinos, nietos y bisnietos (hay dos recién nacidos). Toda la familia da el pésame y llora.


Edgar luce devastado. Han pasado cuatro semanas y esta hecho un zombie. No come y apenas se asea. Ha pensado en el suicidio seriamente. Planea arrojarse a los rieles en el mismo lugar y hora donde murió su esposa. Sin embargo, en el último segundo de la funesta decisión, el viejo de las rosas retira su esqueleto de la trayectoria planeada, hecha a llorar y vuelve a casa.

Se encierra por dos semanas en su domicilio. Casi no bebe agua en todo ese tiempo. Los vecinos creen en la posibilidad de una tragedia pero los calma escuchar pasos en las noches. El tiempo del encierro termina un jueves. En su delirio Edgar decide cuidar las flores que su esposa cultivaba y lo hace como si hablara con ella. Cada día se adentra más en el mundo de las rosas. Su recompensa al cabo de un tiempo es un estado catatónico de calma. En aquel estado mental va soltando los recuerdos de su vida poco a poco, hasta llegar al episodio de su esposa. Con gran tenacidad deja aquel recuerdo. Las últimas imágenes que ve son las de su propio cuerpo sumergiéndose en un lago de olvido. Pero al palpar la superficie abre los ojos desorbitados. Los abre y nos ve claramente. Ve nuestro mundo superpuesto al de él: nuestras calles, sus autos, las personas. Todo copiado fielmente en letras y vocales, en palabras. Cree volverse más loco de lo que está, pero entiende que es parte de una broma a costa suya. Nos reclama y amenaza. Pregunta porque nuestro ensañamiento con su vida. Guardamos silencio, reflexionamos. No nos da tregua y sigue atenazándonos con sus preguntas. Compasivos -porque también en nosotros habita la compasión- decidimos darle un destino mejor.

No somos dioses para torcer el tiempo pero algo se podrá hacer con el poder de la palabra. Sin embargo, Edgar, el viejo de las rosas; agotado, muere de un infarto. Dejándonos con las palabras y su nueva vida en la boca.

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